jueves, octubre 12, 2006
Zen y tiro con arco
Texto de Eugen Herrigels aplicable al lanzado a mosca extraído de su libro Zen y tiro con arco. Akguno pensará que se ma ha ido la olla, pero recomiendo leerlo con unas cuantas cervezas, se abre una dimensión desconocida...jeje
"Ya en la primera clase habríamos de percatarnos de que el camino del arte sin sacrificio no es fácil. Primero nos mostró arcos japoneses y nos explicó que su extraordinaria elasticidad era el resultado de su peculiar construcción y de las ca¬racterísticas del material con que estaban hechos, el bambú. Pero mucho más importante aún era para él que advirtiéra¬mos la forma extremadamente noble que adopta el arco, de casi dos metros de lon¬gitud, una vez armado con la cuerda, y que se manifiesta de manera tanto más sorprendente cuanto más se lo estira. Cuando la cuerda está estirada hasta don¬de lo permita el arco, éste encierra el “universo” agregó el maestro, y por eso es tan especial que se aprenda a exten¬derlo correctamente. Luego tomó el mejor y más fuerte de sus arcos y, en una actitud marcadamente solemne, hizo re¬botar repetidas veces la cuerda levemente retirada. Esto produce un tono, mezcla de cortante restallido y grave zumbido que, tras escucharlo algunas veces, nunca más se olvida: tan peculiar resulta y tan irresistiblemente invade el corazón. Des¬de tiempos remotos se le atribuye el mis¬terioso poder de conjurar a los malos es¬píritus, y puedo comprender muy bien que tal creencia se haya arraigado en to¬do el pueblo japonés.
Después de esta significativa introduc¬ción purificadora y consagratoria, el maestro nos invitó a observarle atenta¬mente. Colocó una flecha, estiró el arco a tal extremo que llegué a temer que no resistiera el esfuerzo de encerrar el uni¬verso, y por fin disparó. Todo esto no sólo se veía muy bello, sino que parecía fácil.
Entonces nos ordenó: hagan lo mismo, pero observen que el tiro de arco no está destinado a fortalecer los músculos. No deben estirar la cuerda aplicando todas sus fuerzas sino procurando que trabajen las manos únicamente, mientras que los músculos de brazos y hombros permane¬cen relajados como si contemplaran la ac¬ción sin intervenir en ella. Sólo cuando hayan aprendido esto cumplirán una de las condiciones en que el tiro "se espiri¬tualiza". Luego de pronunciar estas pa¬labras, tomó mis manos y las guió lenta¬mente por las fases del movimiento que en adelante tendrían que ejecutar, como para acostumbrarme a la sensación.
Ya en el primer intento realizado con un arco de estudio de mediana resisten¬cia, me percaté de que necesitaba emplear mucha fuerza para estirarlo. A ello se agregaba la dificultad de que el arco ja¬ponés no se sostiene a la altura de los hombros como el europeo que permite apretar el cuerpo contra él, por así de¬cirlo. En cambio, una vez colocada la fle¬cha, se lo levanta con los brazos casi ex¬tendidos, en forma tal que las manos del arquero se encuentran por encima de su cabeza. Por consiguiente no puede hacer¬se otra cosa que ir separándolas unifor¬memente a derecha e izquierda, y cuanto más se distancian una de otra, tanto más descienden, describiendo curvas, hasta que la izquierda que sostiene el arco se halla con el brazo extendido a la altura del ojo, y la derecha, que tira de la cuer¬da, con el brazo doblado, encima de la articulación del hombro; la punta de la flecha, de casi un metro de largo, sobre¬sale muy poco del borde exterior del arco, tan grande es la envergadura de éste.
El arquero debe permanecer en esta posición un rato antes de disparar la fle¬cha. La fuerza necesaria para estirar y sostener el arco de una manera tan in¬sólita hizo que a los pocos instantes las manos me empezaran a temblar y la res¬piración se volviera cada vez más difícil. Y esto continuó así durante semanas en¬teras. El estirar el arco seguía exigién¬dome un gran esfuerzo, y por más que me ejercitara no llegó a "espiritualizar¬se". Para consolarme me refugié en la idea de que debía de tratarse de un ardid que, por alguna razón, el maestro no que¬ría revelar, lo cual despertó toda mi am¬bición para descubrirlo.
Obstinadamente aferrado a mi propó¬sito seguí practicando. El maestro obser¬vaba atentamente mis esfuerzos, corregía impasible la rigidez de mi postura, elo¬giaba mi celo, me censuraba por mi des¬gaste de fuerza pero, por lo demás, me dejaba hacer. Sólo que, exclamando una y otra vez "relajado" palabra que mien¬tras tanto había aprendido seguía po¬niéndome el dedo en la llaga, mas sin per¬der la paciencia ni la afabilidad. Pero llegó el día en que fui yo quien perdió la paciencia y confesé que simplemente me era imposible estirar el arco de la ma¬nera indicada.
No lo consigue aclaró el maestro- ¬porque no respira bien. Después de ins¬pirar, haga bajar el aliento suavemente, hasta que la pared abdominal esté mo¬deradamente tensa, y reténgalo allí un rato. Luego, espire de la manera más lenta y uniforme que le sea posible y, des¬pués de un breve intervalo, vuelva a as¬pirar rápidamente y continúe así inspi¬rando y espirando con un ritmo que poco a poco se instalará por si solo. Si ejecuta esto de manera correcta, sentirá que el tiro se vuelve cada día más fácil, pues esta respiración no sólo le permitirá des¬cubrir el origen de toda fuerza espiritual, sino que hará brotar ese manantial cada vez más abundantemente y lo encauzará a través de sus miembros con tanta o más facilidad cuanto más relajado esté." Co¬mo para demostrármelo, armó su fuerte arco y me invitó a colocarme detrás de él y a palparle los músculos de los brazos. En efecto, estaban tan libres de tensión como si no estuviera haciendo esfuerzo alguno.
Practiqué la nueva respiración sin arco y flecha, hasta que llegó a convertirse en cosa natural. Incluso el leve vahído que experimenté en un principio, desapareció pronto. A la espiración lenta y uniforme, que debía desvanecerse paulatinamente, el maestro le atribuía tanta importancia que para ejercitarse y controlarla mejor, nos la hacía combinar con un zumbido. Sólo cuando, con el último vestigio del há¬lito, se perdía también el zumbido, nos permitía volver a inspirar. La inspira¬ción, dijo una vez el maestro, liga y une, reteniendo el aliento se realiza todo lo que es justo, y la espiración libera y consu¬ma, venciendo toda restricción. Pero en aquel entonces no lo comprendíamos.
Inmediatamente el maestro pasó a re¬lacionar la respiración con el tiro de arco por cuanto aquélla no se practica como un fin en sí misma. La acción continua de estirar el arco y disparar la flecha se dividió en las siguientes fases: asir el ar¬co colocar la flecha levantar el arco estirarlo y mantenerlo en el máximo estado de tensión disparar. Cada fase se iniciaba con una inspiración, se apo¬yaba en el aliento retenido en el abdomen y terminaba con la espiración. Todo esto conducía por sí solo a que la respiración se adaptara y se hiciera natural, no sólo acentuando significativamente las distin¬tas posturas y movimientos, sino también entrelazándolos y articulándolos rítmica¬mente en cada uno de nosotros según el estado de la técnica respiratoria. Por eso, no obstante estar fragmentado todo el procedimiento, causaba la impresión de un acontecer que vive íntegramente de sí mismo y en sí mismo y ni remotamente puede comparárselo con un ejercicio gim¬nástico al cual pueden agregarse o del cual pueden quitarse tiempos sin que se destruyan ni su significado ni su carác¬ter.
Me es imposible evocar aquellos días sin recordar una y otra vez cuán difícil me resultó al principio dejar que la res¬piración surtiera su efecto. Respiraba en forma técnicamente correcta, pero cuan¬do, al estirar el arco, me concentraba en que los músculos de brazos y hombros per¬manecieran relajados, la musculatura de mis piernas se contraían a su vez a pesar de mí mismo. Era como si me hicieran falta una base firme de sustentación y una postura sólida y, a semejanza de An¬teo, tuviese que extraer mis fuerzas de la tierra.
Muchas veces, el maestro no tenía más remedio que asir súbitamente uno u otro músculo de mis piernas y apretarlo en un punto particularmente sensible. Cuando, en una de esas ocasiones, dije a manera de disculpa que en verdad me esforzaba por permanecer relajado, replicó: "Éste es precisamente su error: usted se esfuer¬za, usted piensa en ello. ¡Concéntrese só¬lo en la respiración, como si no tuviese que hacer otra cosa!"
Con todo, pasó todavía bastante tiempo antes que consiguiera cumplir con las exi¬gencias del maestro. Pero lo conseguí. Aprendí a perderme en la respiración tan despreocupadamente que a veces tuve la sensación, no de respirar, sino de ser res¬pirado, por extraño que parezca. Y aunque en momentos de reflexiva meditación rechazaba tan extravagante idea, no po¬día ya dudar de que la respiración cum¬plía lo que el maestro había prometido. De cuando en cuando, y cada vez con mayor frecuencia mientras transcurría el tiem¬po, pude estirar el arco y mantenerlo ten¬so hasta el final, con todo el cuerpo rela¬jado, sin que supiera decir de qué mane¬ra. La diferencia cualitativa entre esos pocos intentos satisfactorios y los aún abundantes casos era tan convincente, empero, que de buena gana admitía haber comprendido por fin lo que, quizá, signi¬ficaba el estiramiento "espiritual" del arco.
Era esto, pues, el quid de la cuestión: no se trataba de ningún ardid técnico, que en vano había querido descubrir, sino de una respiración liberadora que abría nue¬vas perspectivas. Y no lo digo con lige¬reza. Sé muy bien cuán grande es, en ta¬les casos, la tentación de sucumbir a una fuerte influencia y, enredado en un auto¬engaño, sobreestimar el alcance de una experiencia por el solo hecho de ser in¬sólita. Mas, pese a todas mis evasivas cavilaciones y sobria reserva, el éxito ob¬tenido con la nueva respiración (pues con el tiempo me era posible estirar relajada¬mente hasta el fuerte arco del maestro) era demasiado obvio como para ser ne¬gado.
En oportunidad de una prolongada charla pregunté al señor Koniachiya por qué el maestro había observado impasi¬ble durante tanto tiempo, mis infructuo¬sos esfuerzos por estirar el arco "espiri¬tualmente"; por qué no había insistido desde un principio en la respiración co¬rrecta: "Un gran maestro respondió¬- tiene que ser a la vez un gran pedagogo; para nosotros las dos cosas son insepa¬rables. Si hubiera iniciado la enseñanza con los ejercicios respiratorios, jamás le habría convencido de su decisiva influen¬cia. Primero tenía que naufragar usted con sus propios intentos para que estu¬viera dispuesto a asirse del salvavidas que le arrojó. Créame, yo sé por expe¬riencia propia que el maestro conoce a usted y a cada uno de sus alumnos mu¬cho mejor de lo que nos conocemos nos¬otros mismos. Lee en las almas de sus discípulos más de lo que ellos están dis¬puestos a admitir."
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4 comentarios:
Hola Jose Felix,
Esta muy bien el blogg, me dio la dirección Cesar de la Hoz. Muy buen simil el texto.
Un saludo,
JMCenador
Felix ahora si que se te ha ido la cabeza del todo, ( deja las amanitas que son alucinogenas) me ha gustado mucho la conclusion, da que pensar......
JM Cenador me alegra que te haya gustado el blog. Me temo que la mayoría de las cañas que salen por él te suenan. ;-)
Como se nota que el maestro no ha probado a cargar un arco de poleas de 65 libras con el dedo índice. Cuando yo lo hize terminé diciendo: ZE me ha quedado er dedo dolmido. Ose
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